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miércoles, 1 de abril de 2015

Enfrentarse al peligro es de valientes, pero ignorarlo es de idiotas.


La dirección auto-destructiva de la sociedad no es producto de la casualidad, sino de la intencionalidad. Durante mucho más tiempo del que pensamos, la élite política y financiera, fundamentalmente está última, con la colaboración de unas instituciones educativas sordas, ciegas y obedientes, han conseguido idiotizar la sociedad hasta hacer que esta permanezca impertérrita ante un peligro que ya no es capaz de ver. Gracias a la ingeniería social capitalista, de Keynes y demás predicadores y charlatanes del materialismo más radical, la educación, como todo lo humano, ha tomado un rumbo de inexorable caída hacia el clasismo y la decadencia. La diferencia entre la educación común y la de los hijos de los oligarcas es abismal. Pero ni siquiera la clase pudiente se salva de la quema en estos tiempos de oscuridad. De la misma forma que se conduce a un obrero a su destino, se educa a la clase pudiente a ocupar su estatus en la cadena de mando, con la clara intención de prevenir posibles fugas en el sistema de jerarquías, tan bien planificado como deshumanizado.

Como he dicho antes y me reitero, esto no es fruto de la casuística, esta educación se ha diseñado y puesto en funcionamiento con intencionalidad y alevosía; podría decir sin temor a equivocarme, que se trata de una de las conspiraciones más evidentes de todas las que hay.

Los motivos por los que se ha idiotizado a la sociedad se hacen patentes en las elecciones o en cualquier encuesta sobre política. Julio Anguita, con el que comparto algunos pensamientos, dijo en uno de sus discursos recientes dijo: A los que más temo no son a los neoliberales, sino a los que dicen que pasan de política y no acuden a las urnas o votan siempre a los mismos, aunque estos les roben o les perjudiquen. Julio no habló del porqué sucede esto, pero conociendo el nivel cultural y la educación recibida por esta generación de pasotas instrumentales, es fácil intuir la causa de su temor.

Julio Anguita, como otros políticos de la vieja escuela, son hombres cultos. Hoy en día, tener cultura, utilizar palabras antiguas o retórica, más o menos culta, es casi tanto como ser un bicho raro. No hace demasiado tiempo intelectuales y poetas se reunían en los cafés de las ciudades para discutir, no solo de política, también de arte y de cultura en general, casi de la misma forma que lo hacían los senadores en Roma o la antigua Grecia. Si comparamos aquellas mentes elocuentes y claras con lo que hoy podemos escuchar en cualquier bar, nos daremos cuenta enseguida de nuestra pérdida.

En menos de cincuenta años, hemos pasado de tener convicciones morales a ser amorales, de cuidar a nuestros hijos a ceder su porvenir a una sociedad enferma y decrépita, de tener universidades independientes a universidades que trabajan para crear engranajes y piezas para sostener un sistema absolutamente perecedero. Las Universidades ya no forman personas, forman máquinas.

Enfrentarse al peligro es de valientes, pero ignorarlo es de idiotas. El peligro que se cierne sobre esta sociedad sociedad, que a renegado de su historia, de la cultura y del conocimiento, es la sumisión al totalitarismo. Un individuo sin capacidad crítica, incapaz de percibir el peligro, incapaz de reconocer lo que significa la libertad, es permeable a todo tipo de engaños que provengan del poder, algo que cada vez se hace más patente.
Quien controla la educación de un pueblo tiene en su mano el futuro de éste, y se da el caso que nuestro futuro está en manos de unos irresponsables, incapaces de ver el resultado de una sociedad empobrecida, incapaz de rebelarse ante el poder. Que fácil va ha ser para futuros déspotas hacerse con el control de una sociedad desprovistas de armamento intelectual para defenderse.

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