Los
historiadores hablan de tiempos pasados, donde el ser humano
forjó imperios con sociedades complejas y prósperas; pero también
de como desaparecieron después de haber sido referentes en la
historia y cuna de conocimiento y cultura. Por alguna razón, estos
imperios que podrían haber existido por siempre, sucumbieron al
tiempo, dejando tras de sí construcciones que han llegado a nuestros
días y que son pruebas inequívocas de un alto grado de organización
social. Muchos han especulado haciendo teorías al respecto sobre su
decadencia y posterior desintegración. Yo considero (y es tan solo
una deducción basada en lo que me ha tocado vivir en mi tiempo),
que estas sociedades, en algún momento de su evolución,
abandonaron el camino de la razón y la ética, lo que provocó a su
vez el abandono del objetivo primordial que toda sociedad debiera
buscar para ser imperecedera: el bien común. ME baso es algo que es lógico: cuando se abandona el camino de la raón, las normas morales se degradan y ya
no hay objetivos que hagan vislumbrar un futuro para
los individuos de la sociedad. Si se acaba la esperanza y la ilusión no hay motivación ni deseos de avanzar en
común. La ética es como el pegamento que une a la sociedad y sin
el cual cada uno tira por su lado.
Sé
que muchos dirán que hubo guerras y desastres naturales; razones más
que poderosas para acabar con civilizaciones enteras, también malos
gobernantes. ¿Pero no es acaso las guerras, la violencia y un mal
gobierno la consecuencia de la falta de valores éticos y unas
normas morales degradadas? En cuanto a los desastres naturales, lo
que ha demostrado el ser humano al respecto es su capacidad de
sacrificio y tesón para superar situaciones difíciles y sobrevivir,
siempre y cuando haya algo que les una. Pero sin valores éticos ni
la búsqueda de la razón (que por cierto, nos distinguen como seres
humanos), las posibilidades de recuperarse de un gran desastre son
escasas. Y así es como, lo que parecía imperecedero y grandioso,
acaba en ruinas.
Al
igual que sucede con las especies, parece que la naturaleza ha ido
probando diferentes formas de sociedad, como si se tratase de dar
con la fórmula para que el ser humano trascienda. Siendo así,
muchos podrían pensar que esta sociedad moderna, con tanta
tecnología, ciencia y conocimiento, pudiese ser el fin de la
búsqueda. Pero por desgracia, al igual que en otras sociedades ya
desaparecidas, son más que visibles los indicios de un profundo
declive moral y ético, a la vez que una pérdida de rumbo que crece
en el corazón mismo de este nuevo imperio moderno. Estos valores,
que son vitales para la cohesión social, son sustituidos por
conceptos ambiguos y relativistas que se adaptan según soplen los
vientos, una moral de geometría variable que lleva a la sociedad a
un estado de perplejidad, incertidumbre y confusión. En definitiva,
falacias, demagogia, corrupción, materialismo y mentiras se
extienden por la sociedad, conduciendo al individuo a perseguir
objetivos puramente egoístas o acabando sometido y trabajando para
los psicópatas genocidas que gobiernan y que solo buscan
enriquecerse materialmente sin la más mínima empatía, sin
importarles las consecuencias ni el daño que dejan tras de sí, es
decir, sin valores morales. Pero la ascensión al poder de estos
personajes no sería posible sin beneplácito de la sociedad ya en
declive, siendo éstos un reflejo del estado moral de la misma. Es
decir, que el hecho no obedece a caprichos del destino, sino a esa
falta de valores; consecuencia, a su vez, de la ausencia
intencionada en la educación de esos mismos valores morales,
necesarios para hacer personas integras y consecuentes, capaces de
hacer elecciones correctas y oponerse al dominio de la injusticia.
Estamos
pues ante una espiral ya recorrida por otras civilizaciones y que
conduce, necesariamente al colapso. Así pues, ni mucho menos estamos
en el buen camino; más bien al contrario. La decadencia moral de la
sociedad nos acerca peligrosamente a la extinción, pudiendo ser esta
la última oportunidad que la naturaleza da a la especie humana.
Porque, a diferencia de otras tentativas, los avances científicos de
nuestra sociedad hicieron posible que tengamos a nuestro alcance la
forma de acabar definitivamente con la vida sobre la tierra; algo que
ninguna otra civilización humana conocida ha tenido jamás (al
menos que se sepa). Y lo peor no es el hecho de tener esa
posibilidad, sino de tener líderes mundiales con la mente tan
trastornada como para hacer efectiva la amenaza.
Si
esta sociedad deja definitivamente de buscar superar las fronteras
del conocimiento, conquistar el espacio, trascender y conseguir el
bienestar de todos los seres que habitan este hermoso planeta, si
esta sociedad se olvida de respetar las normas de la naturaleza que
otros seres respetan y siguen por instinto, el futuro de nuestra
especie está tan sellado como lo estuvo el de los dinosaurios en su
día. Nuestra arrogancia nos ciega tanto que llegamos a pensar que
sobreviviremos por ser inteligentes y estar mejor preparados que
otras especies. Pero al igual los dinosaurios fueron incapaces de
predecir el desastre natural que acabó con ellos, nosotros somos
incapaces de predecir las consecuencias de nuestros actos criminales
sobre nuestro entorno y sobre nosotros mismos. Es cierto que las
especies ya extintas no tenían un cerebro muy grande y parece que
tampoco eran muy inteligentes, pero no lo necesitaban. Su tamaño y
fuerza les hacía poderosos y no se sentían amenazados, al igual que
nuestra especie, que pensamos que nuestro dominio es imperecedero por
ser inteligentes. No nos damos cuenta que la inteligencia es un arma
de doble filo, capaz de ser peor que un gran asteroide cuando se usa
mal y con fines equivocados. Tenemos tecnología, ciencia y capacidad
de adaptación. Sin embargo, nos sobra ambición, arrogancia y
estulticia a la vez que adolecemos de sabiduría y humildad para
reconocer la oportunidad que la naturaleza nos ha dado. Lejos de
aprovecharla, ponemos en riesgo cada día la supervivencia de nuestro
planeta con nuevas amenazas, como las guerras dirigidas por genocidas
a los que hemos dado un poder que no merecen.
Nuestra
inteligencia nos permite sobrevivir a muchas situaciones, adaptarnos
a los cambios y predecir peligros que otras especies son incapaces de
ver. Esa misma inteligencia nos permite ser seres llenos de bondad,
amables y capaces de hacer sentir felices a los demás, así como
respetar todo aquello que es hermoso. Pero eso solo es posible si nos
regimos por la razón y normas morales éticas, basada en el amor.
Cuantos más seamos actuando de esta forma, mejores serán los frutos
recibidos y más esperanzas de futuro tendremos, de lo contrario
podemos ir escribiendo nuestro epitafio en piedra.
Por
que si, puede que ya sea demasiado tarde. Una nueva generación,
surgida de una sociedad cuyos líderes son proclives al cinismo, la
demagogia y la falacia multiplica las posibilidades de cometer
errores cada vez de mayores consecuencias. Maleducados por unos
padres demasiado ocupados para ocuparse de inculcar valores y un
sistema educativo donde, intencionadamente, se eliminan las
humanidades, especialmente la filosofía, crea personas cada vez más
vulnerables y proclives a seguir malos ejemplos, necios de necesidad
condenados y sin futuro. Esta generación es más proclive a dejarse
llevar por líderes que se aprovechan de su debilidad, arrastrándolos
a la desgracia o al enfrentamiento en conflictos estúpidos, que no
son otra cosa que la búsqueda del ansia enfermiza por obtener el
poder a cualquier precio de enfermos psicópatas.
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