La historia es limpia y cristalina cuando se mira a través de los ojos de un buen historiador. No hay manipulación, sino la narración de unos hechos sucedidos, que sin interpretación ni sesgo, el historiador se limita a narrar. Si la misma se lee con abyectas intenciones, se convierte en algo perecida a una novela de ficción; llena de erratas intencionadas que pretenden confundir al lector y llevarlo a un mundo fruto de la imaginación retorcida de un perverso manipulador.
Ya fuese por el separatismo creado por la ruptura luterana y la destrucción de la unidad del cristianismo;
o por la derrota y humillación infligidas a los germanos por los
ejércitos victoriosos de Luis XIV durante la excepcionalmente mortífera
guerra de los Treinta Años; o por la brillante, soberbia y a veces
arrogante supremacía de Francia en toda parcela del obrar y del
pensamiento, que causó un sentimiento de inferioridad a
los derrotados y humillados alemanes, quienes buscaron en el mundo
interior del espíritu todo lo que habían perdido en el mundo material (y
nada conduce al cultivo de fantasías terribles como lo hace este tipo de ‘alienación’), lo cierto es que, por una u otra razón, fue entre los alemanes donde surgió el nacionalismo moderno, y demostró ser violentamente contagioso. (…)
La reacción dentro de Alemania hizo acopio de fuerzas lentamente: adoptó una forma pacífica con el nacionalismo cultural -mejor descrito como populismo–
de pensadores como Herder y Möser, quienes celebraban las raíces
históricas, la afinidad entre los hombres que compartían una lengua y
unas tradiciones, la importancia de los sentimientos locales y
regionales, el papel de las artes y las costumbres como expresión más
vívida y valiosa de la esencia interior humana que el cosmopolitismo
vacuo y ostentoso de los conquistadores franceses. Después, tras la
segunda humillación militar de Alemania y la destrucción, por parte de
los ejércitos napoleónicos, de la imagen idealizada que los escritores
y, en Prusia, los soldados habían comenzado a erigir, vino la
transformación de esa suave autarquía cultural en una furia nacionalista exacerbada que bulló en los alemanes durante todo el siglo XIX. (…)
Estas corrientes tan cargadas alimentaron la tensión que se había estado acumulando en toda Europa (…) Resulta fácil trazar el desarrollo del proceso desde la pacífica analogía de Herder
entre la sociedad humana y un jardín en el que todos los grupos de
plantas (las naciones) podrían convivir pacíficamente y, de hecho,
fertilizarse entre ellas, pasando por las imágenes románticas de la
historia como un salvaje campo de batalla entre distintas visiones,
temperamentos, culturas y fuerzas creativas ocultas, hasta llegar a las
siniestras doctrinas raciales de Treitschke, Wagner, Houston Stewart
Chamberlain, los antisemitas y antieslavos nacionalistas austríacos del
Tirol y Viena durante el reinado del último emperador alemán, Ludendorff
y los generales vencidos, el pastor Adolf Stoecker en Potsdam y, finalmente, Hitler.
Un
observador atento podría haber detectado las semillas de este temible
conflicto bajo la calma superficie de la Europa del siglo XVIII, hacia
la cual todavía miran con admiración y nostalgia equivocada muchos de quienes consideran que el nacionalismo es una aberración detestable” (p.20-23).
Para pensar
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